La primera parte de esta reflexión encontró su contenido en las teorías y pensamientos que me acercaron al tema de la muerte en la adolescencia y los primeros años de Universidad. Mencioné grandes influencias como Blaise Pascal, Heidegger y la teoría del manejo del terror para llegar a la conclusión de que la muerte se erguía como el pilar más importante no solo de nuestras existencias individuales, sino de las mismas sociedades. Todo lo que veíamos, todo lo que pensábamos, lo que anhelábamos, lo que construimos era gracias a y a causa de nuestra consciencia de la finitud. Es por ello que decidí que mi tesis debía ser sobre aquel tema.
Preámbulo de la Tesis
Esta, la etapa más anhelada de todo estudiante de pregrado y que, por alguna razón, muchos deciden evitar si se les da la oportunidad, como sucedió con varios de mis compañeros, es engorrosa, angustiante, estresante, nos llena de inseguridades, es en muchos momentos frustrante, al final, muy satisfactoria (claro, si la calificación es buena) y, considero, genera muchos más aprendizajes que cualquiera de los cursos. Siempre me gustó escribir ensayos y reportes de investigación, aprendí de ellos mucho más que al estudiar para exámenes de selección múltiple con única respuesta, ya que al escribir sobre cualquier tema los conocimientos logran echar raíces mucho más allá de la memoria a corto plazo e, incluso si nunca los usaremos en la vida profesional, nos permiten alardear un rato en una noche de cervezas. Por esas razones (menos por la última, pues en ese momento no tenía la más mínima idea de cómo sería la vida profesional), no quise evitar la tesis y decidí lanzarme en aquel torbellino de ideas y de palabras que, de alguna manera, debían tener sentido.
En ese entonces (no sé cómo será ahora), el documento final que debíamos entregar debía ser el reporte de una investigación sobre el tema de nuestra selección. La investigación podía ser monográfica, que consistía en una revisión bibliográfica que permitiera organizar, analizar e interpretar teorías y estudios ya realizados sobre el tema, o podía ser la realización de un estudio psicológico cuantitativo, cualitativo o híbrido que sustentara o desvirtuara la hipótesis planteada desde un principio. Antes de escoger qué metodología debía ser la ideal para la tesis, primero debía encontrar el tema y, a decir verdad, la muerte no hacía parte de mi primera opción.
Encontrar un tema para la tesis no es fácil pues debe ser un tema de estudio de alguno de los profesores o profesoras del departamento. Al principio quise investigar la relación entre la guerra y el amor, pues en aquel momento pensé en la posibilidad de que los conflictos entre los humanos fueran una muestra bastante repulsiva, caótica y poco deseable de amor, pero la profesora que podría guiarme en ese tema ya había completado sus cupos de alumnos a dirigir para la tesis (ahora que lo pienso, no sería descabellado retomar aquella idea). Por ello, decidí estudiar mi segunda opción, aunque la muerte, por sí sola era demasiado grande y compleja para ser mi tema de investigación, así que decidí delimitarla al unirla con la pregunta típica de los jóvenes existencialistas: la del sentido de vida.
La muerte y el sentido de vida
Escribir sobre el sentido de la vida merecería otra reflexión aparte de esta por lo que no me extenderé demasiado en él. Solo mencionaré que yo cumplía con el cliché del adolescente y del joven adulto nihilista y existencialista que no encontraba sentido ni en las cosas ni en la vida y, por ello, me preguntaba mucho cuál sería ese sentido y si podría haberlo. Por suerte, uno de mis últimos cursos de la carrera fue el de Logoterapia, el único que seguía alimentando la teoría y la práctica con la filosofía y que no trataba, como muchos de mis compañeros, compañeras y yo pensamos en un principio, sobre la adicción al juego, sino sobre la terapia basada en el sentido.
El precursor de esta terapia fue Viktor Frankl, judío sobreviviente de los campos de concentración que notó que las tasas de suicidio entre los que sufrieron aquel aberrante cautiverio aumentaron de manera considerable después de la liberación. Y es que vivían en las peores condiciones, aguantaban lo más inhumano a lo que hemos llegado como especie y todo por la leve esperanza de volver a ver a sus seres queridos cuando todo terminara. Ese era el sentido de sus vidas. Podrán imaginar lo que sucedió cuando, al salir, se dieron cuenta de que ninguno de esos seres seguía con vida y de que lo habían perdido absolutamente todo.
El suicidio era, pues, la conexión más directa entre la muerte y el sentido de vida, proe no quise centrarme en él por temor a que el comité de ética no me permitiera realizar la tesis, pues podría ser irresponsable que un estudiante de pregrado hiciera un estudio sobre un tema tan complejo como ese. Sin embargo, puesto que yo mantenía a la muerte como el pilar más importante de la existencia humana, estaba convencido de que la conexión iría mucho más allá. ¿Para qué encontrar sentido a algo cuyo final no se logra vislumbrar? Gracias a la muerte, pensé, es que buscábamos darle un sentido a nuestras vidas, si ella era la precursora de todo, debía serlo también del sentido, pero para sugerirlo con fundamentos no podía basarme solo en lo que para mí era evidente, debía demostrarlo mediante un estudio psicológico que respondiera a la pregunta de sí había alguna relación entre la muerte y el sentido de vida.
Ahora bien, la muerte como constructo psicológico no funciona por lo abstracto de su definición y debido a que no es un comportamiento observable en una persona. Lo que sí es realmente observable es la actitud que se tiene hacia la muerte. La más evidente es el miedo, pero no es la única, así que el primer paso era investigar en la bibliografía existente cuáles eran las actitudes frente a la muerte.
Actitudes frente a la muerte
Esa revisión bibliográfica dió como resultado que la mayoría de las investigaciones sobre la muerte se basaban en escalas que medían el miedo hacia ella y quien más esfuerzo hizo para categorizar lo que la consciencia de la finitud provoca en nosotros, en el año 1994, fue el psicólogo existencial Paul Wong con la ayuda de Gary Reker y de Gina Gesser. El estudio que realizaron sobre dichas actitudes culminó en la creación del Perfil Revisado de las Actitudes hacia la Muerte (PAM-R) o Death Attitude Profile - Revised (DAP-R) en inglés, que ,si tienen curiosidad, pueden encontrar con gran facilidad en internet. Este perfil es una escala que propone cinco actitudes hacia la muerte: la aceptación neutral (AN), la aceptación de acercamiento (AA), la aceptación de escape (AE), el miedo a la muerte (MM) y la evitación ante la muerte (EM), y su objetivo es el de medir en qué categoría se ubica cada persona.
En la AN se agrupan las personas que ven la muerte como un proceso completamente natural de la vida y, por ello, cuando se les pregunta muestran cierta indiferencia hacia la finitud. El estoicismo es la filosofía que mejor se acerca a esta actitud aunque, hoy día, me pregunto si las personas que se sienten identificadas podrían llegar a un nivel de estoicismo tal que lleguen a no sentir temor alguno ante una enfermedad terminal, o ante un camión que viene de frente y que parece no poder frenar, o ante el matadero al que van dirigidas.
La actitud AA, según los autores, implica la creencia de que hay un algo después de la muerte que nos llenará de felicidad. Esta creencia en “el paraíso” o “el cielo” sustenta gran parte del contenido de las religiones más importantes de la actualidad y, a mi parecer, explica bastante su éxito, pues es más digerible creer en un paraíso católico lleno de felicidad que en un valhalla en el que quienes llegan deben seguir luchando los unos contra los otros, o en un hades que es a donde todos llegan a parar sin importar el valor moral de sus actos en vida. Podríamos decir que es la actitud a la que la Teoría del Manejo del Terror propone que queremos llegar pues se sustenta en la creación de explicaciones de la vida y del universo que tienen como finalidad apaciguar la angustia provocada por la muerte.
La tercera actitud es la AE y en ella la muerte es vista como la solución última al problema que es la vida. Quienes desean voluntariamente la muerte (suicidio y eutanasia) entrarían dentro de esta categoría y, en el contexto de la tesis, mucha de la literatura sugiere que esta actitud se despierta cuando la vida carece de sentido aunque las causales van mucho más allá que el mero existencialismo adolescente.
La cuarta es el MM del que ya escribí bastante y seguiré escribiendo, por lo que pasaré a la quinta actitud hacia la muerte: la EM. Con el fin de reducir la ansiedad de morir se deja de hablar, de pensar en la muerte y se cambia rápidamente de tema si se empieza a mencionarla.
Son estas las cinco actitudes hacia la muerte que usé para la realización de mi tesis y que correlacioné con la Escala Dimensional del Sentida de Vida creada en 2011 por Efrén Martínez que mide el sentido de vida bajo dos dimensiones: el propósito vital, es decir, tener un objetivo en la vida, y la coherencia existencial, que se refiere al actuar en el mundo con base en ese objetivo, pues de nada sirve tenerlo si nuestras acciones no van encaminadas al mismo.
¿Hay relación?
Apliqué ambas escalas a trescientos setenta y tres estudiantes, muchos de los cuales me acusaron de querer deprimirlos, otros llenaron las encuestas por salir del paso y muchos más se mostraron bastante interesados en el tema.
Ya con los datos recolectados, hice los análisis estadísticos para correlacionar las categorías de ambas pruebas con las ansias de poder encontrar algún resultado trascendental, pero lo único que pude concluir fue que, aunque presente, la correlación entre estas actitudes y el sentido de vida era bastante mediocre.
Para resumir, los estudiantes de artes tuvieron menor sentido de vida que los de las demás facultades, las personas católicas puntuaron más alto en la AA, pero también en el MM y en la EM (imagino que la cantidad de pecados cometidos les hizo pensar que ante ellos se abrirían las puertas del infierno y no las de San Pedro), hubo una correlación positiva entre el sentido de vida y la AA y una negativa entre el sentido de vida y la AE, es decir, que un mayor sentido, que en gran medida esa alimentado por las religiones, se relaciona con la aceptación de acercamiento y un menor sentido, con la de escape.
No hubo más. El gran problema de las correlaciones es que invitan a pensar en una relación, pero no proponen un orden causal. Este último es sugerido por otros estudios y teorías que lo que invitan es a considerar que, por un lado, hay que creer en Dios para aceptar la muerte de mejor manera, pues Dios genera sentido y, cuando se carece de este (no de Dios sino del sentido), aumentan la probabilidades de anhelar la muerte. Es decir que es el sentido de vida que determina la actitud hacia la muerte y no la actitud la que determina si hay o no un sentido. Mis resultados fueron lo que investigadores, escritores y artistas habían descubierto hace mucho. Aunque mi calificación fue bastante buena, no podía evitar la frustración por aquellos resultados que en ese momento no bajé de la categoría de mediocres. Así que dejé el tema de lado, convencido de que aquel pilar en el que convertí a la muerte no era tan alto ni tan importante como había considerado.
Qué ingenuo fui en ese momento, y que ingenuo fui al pensar que una simple tesis de pregrado bastaría para llegar a alguna conclusión ambiciosa sobre la muerte.
Replanteamiento
La vida siguió su curso, me gradué y conseguí un empleo mientras que buscaba una universidad para continuar mis estudios. No ahondé más en el tema de la muerte aunque, por el sin sabor que dejó mi tesis en mis pensamientos, sabía que quería continuar con él. Mi prioridad era seguir estudiante el suicidio, que he dejado, de manera deliberada, bastante relegado en este escrito, y encontré una maestría en suicidiología en la Griffith University de Australia, pero era muy costosa. Continué con la búsqueda y hallé un programa corto en estudios sobre la muerte en la Universidad de Quebec en Montreal, que en un principio no me llamó la atención debido a que no era una maestría sino una especialización, pero que, en un final, me hizo preparar maletas y viajar hasta Canadá para estudiarla.
Ya por ese entonces dudé mucho del método de mi tesis y de los conceptos usados. Para estudiar la muerte propia lo ideal habría sido poner a los participantes en una situación en la pudieran llegar a sentirla y no aplicarles una encuesta que llenaban muy cómodos sobre el pasto y con la seguridad inconsciente de que la muerte estaba lejos. Además, intentar crear categorías para absolutamente todos los fenómenos humanos no es más que una manera para simplificar la realidad y hacerle perder contenido. No son cinco las actitudes hacia la muerte, son tan diversas como el número de personas en el mundo. El método cuantitativo requiere que la población a la que se le haga una encuesta sea homogénea y que todos y todas entiendan exactamente lo mismo con cada una de las preguntas que se les proponen, pero cada quien es su propio mundo y cada quien tiene sus propios significados acerca de, incluso, las palabras más sencillas. Así que no, si quisiera rehacer mi tesis con la misma pregunta de investigación, la haría completamente diferente, pues ella sirvió tan solo para graduarme, más no para develar ningún misterio acerca de la muerte.
Los estudios que realicé en Canadá, sin embargo, dieron nuevas luces, conclusiones y preguntas, y aunque me encantaría plasmarlas en este documento, creo que tendré que hacerlo en una tercera y última parte de estas reflexiones sobre la muerte.
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