Sobre la Muerte
Introducción
Cuando escuchamos la palabra “muerte” en nuestras sociedades occidentales, parece que se activara una especie de bloqueo que nos impulsa a buscar otro tema de conversación, uno que sea más ameno con el afán de disfrutar la vida. La muerte, tan real como es, así como ha sido relegada a espacios físicos específicos que si no están a las afueras de las ciudades, ocupan espacios en los centros separados del resto de la urbe por grandes muros de concreto, también ha sido relegada al ámbito de la ficción. No nos cansamos de ver la muerte en series y películas, de leerla en libros y poemas e, incluso, de llevarla a cabo en videojuegos. Pero en nuestra cotidianidad, la muerte ha quedado condenada al ostracismo y vivimos ignorándola y evitándola por completo. El resultado inevitable de tal actitud hacia final inminente es que, cuando este se presenta, no tenemos la más mínima idea de cómo lidiar con él al igual que un neonato desamparado no la tendría de cómo lidiar con la vida. La muerte es un prohibido, un indeseable y la culpamos por completo de todos los males que nos afectan. Pero los pocos años en los que la he estudiado y escrito me han sugerido algo bastante diferente: gracias a la muerte es que podemos disfrutar y admirar la belleza del mundo; gracias a ella es que actuamos con la intención de dejar huella, de lograr algo; gracias a ella es que amamos y sentimos; gracias a ella es que podemos ser.
Muchas personas me han preguntado que para qué estudiar la muerte si lo que debemos es estudiar la vida. A ellas respondo que estudiar la muerte es estudiar una parte fundamental de la vida. Otras personas me han preguntado cómo fue que llegué a este tema pues, como se imaginarán, pese a ser un tema muy manoseado, no son muchos los que quieran adentrarse en él. Mi respuestas para estas últimas es la siguiente.
Mi contacto con la muerte
Mi relación con la muerte nunca ha sido tan directa. Mi primera gran pérdida fue la de Daniel Diaz, un amigo cuarenta años mayor que perdió a su padre y a su madre muy temprano, que hizo parte de la guerrilla del M 19 y que, como muchos desmovilizados, no encontró las mejores herramientas para adaptarse al sistema que quiso cambiar con actos y discursos revolucionarios. Abusaba del alcohol, abusaba de algunas drogas, abusaba de la prostitución, hasta que auquella vida lo llevó a morir en los cuidados intensivos de un hospital del centro de Bogotá. Hoy en día no recuerdo la razón específica de su muerte, pero siempre que me preguntan no dudo en responder que él murió de vida, pues nada más puede explicar mejor la muerte que la vida. Dejó tras de sí una habitación arrendadas de dos metros cuadrados por la calle 22, un par de cuadras más al oriente de la caracas, un patrimonio que se reducía a no más que papeles y un maletín de cuero, muchos amigos indigentes pues al final de su vida rozó con aquella situación y si no se adentró en ella fue porque prefirió no contarlo, y los recuerdos que cada vez más difusos en las personas que lo quisimos. Él fue la primera persona en leerme y la primera en la que pensaba para pasar navidad y ahora no es más que algunas palabras que he convertido en un párrafo para recordarlo.
La primera gran pérdida siempre parece la más difícil y pareciera que no hubiera dolor que pueda comparársele. Pero ¿si fuera mi madre, mi padre (ambos han burlado ya bastantes veces la fatalidad) mis hermanas y hermanos, mi pareja? A veces imagino la situación y concluyo que, en realidad, mientras que uno puede prepararse para la muerte propia, una historia muy diferente es hacerlo para la muerte de otros y, menos aún, si esta es azarosa.
La segunda gran pérdida lo fue aunque por razones ciertamente diferentes a la primera. Pasé de la muerte de un sexagenario a la de un niño de apenas siete años. Samuel era mi primo, hijo de mi tío Juan y de su pareja de entonces, y nació con una afección cardiaca que lo condujo de hospital en hospital en el corto periodo de su vida hasta que apagó sus respiros un siete de julio. El trío de sietes dejaría una gran marca en mi tío. Los dedos de una mano bastarían para contar las veces que vi a Samuel, por lo que supongo que el gran impacto de su muerte se explica por la conexión familiar, por aquello que se percibe como una injusticia divina, pues los siete años están lejos de ser una edad para morir, por el propio dolor de mi tío, que no solo vivía, también se desvivía por su hijo, y por que, por primera vez, vi una lágrima salir, silenciosa, de la mirada de mi papá. Él es como yo, preferimos llorar en plena soledad y, por ello, parecemos, por momentos, invulnerables a todo mal.
Otras muertes no me han afectado tanto como esas dos y, puesto que ni Daniel ni Samuel hicieron parte de mis personas más cercanas, puedo afirmar que nunca he vivido la muerte en su máxima expresión. ¿Por qué entonces estudiar la muerte y dedicarle tantas reflexiones y palabras escritas? No tengo una respuesta definitiva a esa pregunta, solo sé que cuando debo explicarlo en una conversación trivial, no encuentro las palabras y me limito a responder que deseo entender el cómo afecta el saber que vamos a morir en nuestra manera de vivir la vida. Una respuesta bastante genérica y que no dice gran cosa, pero que sirve para que el tema no vaya más allá. Parece que incluso si estudio la muerte se me dificulta hablarla. Vamos a ver si, tal vez, escribiendo sobre ella pueda superar el tabú que recoge todo lo relacionado sobre la muerte.
La Fuente
La primera vez que la muerte se volvió un tema atractivo para mis reflexiones fue cuando vi, en el 2006, La Fuente de la Vida, una película de Darren Aronofsky en la que un Hugh Jackman, al intentar salvar al amor de su vida en dos épocas diferentes, encuentra el secreto para la inmortalidad. Luego, en una tercera época, no contento con haber llegado a vivir el tiempo de muchas vidas, hace un viaje cósmobudista para regresar a su amada a la vida, pero realiza que la respuesta ante la pérdida nunca fue la vida esclava del duelo, sino la muerte misma. Hugh pasó de decir “la muerte es una enfermedad como cualquier otra, y hay una cura, una cura, y la encontraré” a aceptar las palabras de su amada: “la muerte es el camino a lo asombroso”. Esa visión de la muerte contrastaba por completo con lo trágico y fatal que otras influencias sociales y culturales imponían e hizo que la muerte pasara de ser solo un inevitable al que quería evitar acercarme y del que no pensaba nunca, pues a esa edad quién piensa en la muerte, a ser un objeto incomprendido y de reflexión. Dejó de ser un sinónimo de lo malo y se volvió un destino deseable tanto para el héroe trágico que decide sacrificarse por el bien de quien ama, como para el sabio que comprende que cuando ya la vida se convierte en un lento morir lo mejor es dejar de evitar su final.
Claro está que en la preadolescencia es poco lo que uno puede ahondar en el tema, o en cualquier tema, y perdí a la muerte de perspectiva hasta que a mi vida llegó, por fortuna o por desgracia, Blaise Pascal.
Blaise Pascal
En mi penúltimo año de colegio, tuvimos que leer Pensamientos de Blaise Pascal para la clase de literatura. El libro fue el resultado de una recopilación de frases y expresiones que Pascal escribió y que, luego de su muerte, la familia recopiló y publicó. Las editoriales se vieron en la difícil tarea de ordenarlos y dividirlos en temas, y al lograrlo, Pascal pasó a ser, además de un genio matemático, un filósofo.
Para un joven de dieciséis años que prefería jugar al fútbol tanto en el campo como en la consola y que se limitaba a pensar en mujeres pues no era capaz de hablarles, leer ese ladrillo de papel lleno de pensamientos compuestos por frases, muchas veces, incomprensibles, fue una labor trabajosa y extremadamente aburrida, hasta que llegamos al tema, vaya paradoja, del aburrimiento. En pocas palabras, Pascal proponía que el ser humano era miserable por naturaleza y que cuando se aburría se ponía en frente la miseria de su propia existencia. Para evitar esa situación indeseable, el ser humano tenía dos opciones. La primera era caer en la diversión, aunque, curiosamente, para Pascal todo era diversión y, por ende, vano: el deporte, la música, el arte, las relaciones, el trabajo, la fiesta etc. y más etc. Esta caída en lo vano era un escape al aburrimiento, pero también, la puerta de entrada para llevar una vida inauténtica. La otra manera de escapar del aburrimiento era, típico de un científico, la búsqueda de Dios. Pascal hacía parte de una rama católica llamada Jansenismo. Dicha rama ponía suma importancia al pecado original y en el castigo, razón por la cuál Pascal le dió la responsabilidad a ese pecado de ser el origen de la miseria del ser humano. Al ser el pecado una afrenta ante Dios, solo buscando a Dios el ser humano se podía escapar de su castigo: la miseria, y al hacerlo, la vida era auténtica.
La idea esencialista de ser miserable por naturaleza sedujo por completo a mi mente melancólica y un sentimiento que yo llevaba por dentro por fin encontró las palabras para poder ser expresado. Pensé en que, en efecto, en los momentos de aburrimiento la mente desembarca en los lugares más oscuros del alma y que aquello que me permitía escapar, las diversiones, no eran más que actos y prácticas superficiales que me sacaban un rato del aburrimiento pero que no podían solucionarlo. No puse (grave error) en duda aquella idea de la miseria y la abracé como una verdad indiscutible. Como resultado, dejé de buscar mis pasiones y acepté el destino de vivir una existencia con placeres limitados mientras intentaba abrazar la segunda opción para salir del aburrimiento. Sin embargo, que esa opción se relacionara con lo divino me generaba una gran duda que con los años se convirtió en una problemática existencial que en el día de hoy no he resuelto y no creo que lo haga. Y esa problemática resulta de mi completa dificultad en creer en Dios, no en la idea de Dios, sino en la idea de Dios como ser omnipresente, omnisapiente y omnipotente. Por ello, la búsqueda de Dios no podía ser la solución para escapar de la miseria sin caer en la inautenticidad de la vida.
¿Cuál era entonces la solución?
Pasé varios años con ese sinsabor en mis reflexiones hasta que empecé a estudiar, en la universidad, la muerte.
La muerte en la universidad
Siempre que preguntan a los estudiantes de psicología la razón por la que escogieron aquel campo de estudio casi todos y todas responden que para ayudar a los demás, la respuesta políticamente correcta por excelencia y la mentira que más escuché durante mis estudios. Yo prefería dar una respuesta que contenía una verdad parcial. Decía que mi intención era la de comprender al ser humano. Y era cierto y sigue siéndolo. Recuerdo que mi primer curso universitario, que inició el lunes en la mañana del día inicial de mi aventura en los Andes, se llamaba “La Condición Humana” y en él lo único que aprendí de la condición humana es que no existen los purasangre, todos somos mestizos, desde los gigantes escandinavos que, muchas veces, parecen cercanos al albinismo, hasta lo africanos con más pigmento en la piel, pasando por los indígenas, los asiáticos y los que, a simple vista, somos indudablemente mestizos. Pero no hubo ninguna verdad trascendental acerca de la condición humana. La otra parte de la razón de haber esocogido la psicología, y que nunca hice parte de mi respuesta verbal, fue el suicidio. Quería entenderlo, analizarlo, desglosarlo, desarmarlo y volverlo a armar. Si la muerte es prohibida, ¿dónde queda el suicidio? Si la muerte es indeseable, ¿qué condiciones deben cumplirse para que se vuelva deseable hasta el punto de que no sea un azar de la vida o una enfermedad la que la lleve a cabo, sino la propia mano? Estas y muchas más preguntas me generaba el tema del suicidio, pero no lo abordaré acá pues el tema merece sus propias páginas de reflexión.
De regreso a la condición humana, el sinsabor de haber tenido grandes hallazgos me hizo pensar en lo ingenuo que se es al pensar en la Universidad como el centro en el que se develan los misterios más trascendentales, así que tuve que pasar curso tras curso sin encontrar gran respuesta. En su afán por convertirse en ciencia y no llegar a ser más que una pseudociencia, la psicología dejó de lado todo el contenido filosófico y de carga metafísica que intentaba adentrarse de manera más profunda en la pregunta del ser. No fue sino cuando volví a la filosofía con el curso de La Muerte en Occidente que empecé a encontrar los primeros atisbos. Estudiamos la soledad el moribundo, el tabú de la muerte, diferentes tradiciones religiosas sobre la muerte, a Montaigne con su “filosofar es aprender a morir” (que me gustaría cambiar por “vivir es aprender a morir”) y a Heidegger, en quien encontré un gran paralelismo con Pascal, aunque, hoy en día, no sé si fue el resultado de una interpretación errada acerca de Ser y Tiempo. Y es que si alguna vez han leído o intentado leer dicha obra sabrán que la mejor manera de entenderla es leer interpretaciones que otros han hecho de ella, pues muy fácil es perderse en la narrativa heideggeriana.
En Ser y Tiempo, Heidegger nos habla del Dasein, termino alemán sumamente difícil de traducir, pero que, para no entrar en detalles, se podría decir que es el ser-ahí, y aborda la pregunta de la muerte. Para Heidegger, la existencia humana no es posible sin un estado anímico o afectivo y, entre dichos estados, la angustia es el estado fundamental y despierta a causa de la conciencia que tenemos de nuestra propia mortalidad. La angustia es la comprensión anímica de que en un mundo lleno de posibilidades para el dasein, la de la muerte es la posibilidad última y también la única de la que el dasein no puede deshacerse. Frente a esta postura natural de angustia ante la muerte (y aquí llega Pascal) Heidegger propone que hay dos tipos de vidas: las auténticas y las inauténticas. Las personas que hacen frente a esa angustia y aceptan la posibilidad de la muerte llevan vidas más auténticas ya que se muestran responsables de las posibilidades del dasein. Se hacen cargo de su propia vida ante la angustia de la posibilidad inmanente de finitud. Pero, las que en vez de aceptarla evitan esa angustia suelen caer en las ocupaciones, en lo cotidiano, en lo que para mi fértil mente de universitario equivalía a la diversión pascaliana. Estas personas, al caer en lo cotidiano huyen de la muerte y no se hacen cargo de sus propias posibilidades.
Luego de varios años, dudé por completo de esa interpretación que hice de Heidegger, pero en el momento me pareció que encajaba a la perfección con la pregunta que me generó Pascal y me dió cierta respuesta. No era la búsqueda de Dios lo que podría salvar al ser humano de la miseria, lo era congraciarse con la muerte propia, vivir la vida de manera que morir no fuera una tortura que soportamos pataleando, lloriqueando y aferrándonos con nuestras últimas fuerzas a la vida, sino una tarde tranquila en la que contemplamos el último de nuestros ocasos. Empecé a idealizar la muerte de esa manera y la puse como el pilar fundamental de la existencia. Solo considerando la muerte como el fin al que no solo debemos, sino que sabemos y aceptamos llegar, podemos vivir la vida plenamente sin caer en la miseria de nuestras propias existencias.
Después de analizar la muerte de esa manera y de ver su relación con la angustia y la miseria, llegué a la conclusión de que el miedo a la muerte era el temor fundamental y que todas las fobias y los miedos no eran más que manifestación de aquel miedo único. En ese momento, la psicología por fín me dio una luz acerca de la muerte de la mano de la teoría del manejo del terror, teoría que me pareció sumamente atrayente no solo por sus postulados sobre la muerte, también por el dramatismo que ese nombre hace surgir. La teoría del manejo del terror, todavía me siento recitando un poema cuando la menciono en voz alta.
Esta teoría propone que, en el momento en el que el ser humano se volvió consciente de su propia muerte, un angustia devastadora empezó a controlarlo y que la única manera que encontró para poder suavizarla fue la de crear cosmovisiones que respondieran al cuándo, al cómo, al porqué y al para qué de la vida humana y del universo. Esas cosmovisiones fueron creciendo e instaurándose en las sociedades hasta convertirse en religiones, luego en culturas y, por último, en civilizaciones. Es decir que el objetivo de nuestras religiones y prácticas culturales es el de no dejarnos sofocar por la angustia ante la muerte. La muerte, entonces, se volvió la precursora de todo lo que el ser humano ha podido contruir y destruir para seguir construyendo. Todo en nuestras vidas, pensaba, se lo debemos a la muerte, pues todo en nuestras vidas lo hacemos para evitar la angustia que ella nos provoca.
No solo, pensé, debíamos tomar la vida como un aprendizaje para morir, también debíamos agradecer a la muerte por haber hecho todo esto posible, y con todo esto me refiero a todo lo construido por el ser humano.
Pero un sin sabor quedaba. Que la muerte fuera lo único que guiaba nuestra vida me parecía reduccionista. Me faltaba algo más. Y aunque suene bien escribir “la vida es un aprendizaje para morir” y, tal vez, sea interesante cuando es leído, queda un campo de acción demasiado grande y difícil de llenar. Tenía que haber algo que fuera mucho más allá, algo que no fuera tan general. ¿Cómo demonios aprender a morir y por qué el estado de miseria permanecía aún después de llegar a esa conclusión? Tal vez la muerte no fuera la columna vertebral sino solo una vértebra. No me sentía satisfecho, por suerte. Y, por desgracia, aquí termina la primera parte de mis reflexiones sobre la muerte (algo me dice que no a muchos les gusta leer textos largos frente a una pantalla).
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