No es fácil llegar a un país estranjero. Tuve la suerte de tener familia en Montreal, pero no contaba con que el idioma sería uno de mis grandes obstáculos. Sabía hablar francés, pero desconocía por completo el cómo poder entender el “quebeco”, que tiendo a pensar que es al francés lo que el “tejano” es al inglés. La forma de hablar, las expresiones, los acentos e incluso los gesto se me hacían extraños y fue un gran golpe al autoestima entrar en mi primera clase sin poder entender ni la mitad de las cosas que mis compañeras (sí, casi todas eran mujeres) decían. Sin embargo, puse el mayor de mis esfuerzos y logré obtener un panorama acerca de la muerte muy diferente al que tenía.
Además del idioma, llamó mucho mi atención que el estudio de la muerte gozaba de una popularidad paupérrima. Se me hacía impensable el cómo tan pocas personas veían un interés en uno de los temas fundamentales para comprender la vida. Sin embargo, en retrospectiva ahora lo entiendo. Algo es estudiar la muerte en un curso de pregrado que no tendrá mayores aplicaciones profesionales y que funciona solo para satisfacer una curiosidad intelectual y otra cosa muy diferente es hacer una especialización en el tema, pues, se sobreentiende, si se hace es para enfocar la vida profesional en la muerte. Muchas personas quieren comprender la muerte, pero son muy pocas las que desean trabajar en ella.
La especialización fue de cinco cursos: la sexualidad y la muerte, filosofía de la muerte, antropología de la muerte, tradiciones espirituales ante la muerte y el último fue un curso de derecho sobre la muerte. Con ellos, lo primero que salió a la luz fue otro grave error de mi tesis.
La muerte y el morir
La muerte, por un lado, es el evento, la puerta de entrada a lo que sea que las creencias escatológicas propongan o a la absoluta nada. El morir, por otro lado, es el proceso que nos lleva a esa puerta. Cuando se pregunta a las personas sobre sus actitudes hacia la muerte, no es claro si las respuestas van encaminadas hacia la muerte como tal o hacia el morir, confusión que vició aún más los resultados de mi tesis.
¿Qué decir sobre ambos conceptos? Jay Rosenberg, filósofo analítico con gran influencia estoica, propuso que sobre la muerte no hay nada que decir pues ella es completamente desconocida. No hay nadie que haya muerto y que ahora viva para contarlo. No obstante, muchos conocen o han oído hablar de las experiencias cercanas a la muerte, en las que personas pasan a un estado de muerte clínica y, luego de segundos o pocos minutos, son reanimadas por el personal médico. Se tiende a pensar que estas personas han regresado de la muerte, sin embargo, el problema radica en la confusión entre la muerte clínica y la muerte real o biológica de la persona. La primera hace referencia al fallo total del sistema cardiorrespiratorio, es decir, cuando la sangre deja de llevar oxígeno a las células del cuerpo, la segunda se da cuando estas células han muerto. Entre ambas hay un intervalo en el que la persona puede ser reanimada. Las experiencias cercanas a la muerte son posibles debido a que, a pesar de la muerte clínica, las células del encéfalo todavía viven y pueden generar dicha experiencia.
Por ello, encuentro razón en la propuesta de que la muerte no puede ser experimentada, tampoco pensable y mucho menos imaginable, pues para hacerlo nos situamos desde el punto de vista de un otro (vivo) y no de uno mismo. Lo que, en cambio, sí cumple con estas características es el morir, pues este puede ser experimentado y las personas con experiencias cercanas a la muerte lo han hecho y han vivido para contarlo. E, Incluso sin haberlo experimentado, podemos pensar en él, aunque dependamos para ello de los testimonios de otras personas ya sea en entrevistas, películas, novelas, etc. Por lo tanto, al preguntar acerca de las actitudes hacia la muerte, en realidad las estamos preguntando hacia el morir, pues lo enteramente desconocido a nuestra experiencia, que se relata solo en cuentos y fábulas y sentimos como real por la ausencia de quien muere, su inmovilidad y su consecuente putrefacción solo produce angustia. El resto de actitudes que se propongan ante la muerte no son, en realidad, ante ella, sino ante la creencia que se tenga sobre lo que hay después de ella: el paraíso, el infierno, la nada, una nueva vida, el fin del suplicio, la trascendencia, el eterno retorno, etc. De ahí que la angustia que ella nos genera sea lo que las sociedades quieren aliviar al generar un sin fín de actitudes que no van dirigidas directamente hacia ella, sino hacia los mitos con los que se intenta explicarla.
Así que cambiemos el nombre de mi fracasada tesis: relación entre las actitudes hacia los mitos sobre la muerte y el sentido de vida, y olvidémonos de ella para centrarnos en lo realmente importante: la angustia.
La angustia y el miedo
Siempre que he realizado búsquedas bibliográficas acerca de las actitudes hacia la muerte, las palabras que más sobresalen son “miedo” y“angustia”, y son utilizadas como sinónimos por gran parte de los investigadores (o por quienes traducen los informes de investigación que estos producen). Sin embargo, soy de esas personas que piensan que debemos usar las palabras exactas para evitar malas interpretaciones de lo que decimos y escribimos, por lo que intentaré diferenciar esas dos palabras.
El miedo, por un lado, se activa ante un peligro que es reconocible, que puede definirse y que está presente o anunciado. Por ejemplo, si nos acercamos a un perro y este nos gruñe mostrando los colmillos, sabemos lo que significa y lo que puede llegar a ocurrir si nos acercamos más. En ese momento sentimos miedo y nuestra respuesta es la de alejarnos, paralizarnos o luchar, que son las típicas reacciones ante el miedo. La angustia, por otro lado, encuentra su origen en un algo que no logramos definir, que no sabemos si llegará o no, ni cuándo lo haga, en algo que nos es completamente desconocido como es el caso de la muerte propia. Al no reconocer ni poder definir aquello que nos angustia y, mucho menos, vislumbrar sus consecuencias, nuestra capacidad de reacción queda completamente inoperante e intentamos aliviar esa angustia con lo que nos distraiga de ella como comernos las uñas o crear y creer en religiones.
El placer y la muerte
El curso de sexualidad y muerte fue muy enriquecedor porque puso en mi panorama de la existencia no solo otro método para aliviar la angustia, sino un nuevo pilar para comprender el existir: el placer.
Más allá de lo propuesto por Freud sobre las pulsiones del eros y del tanatos, que, en realidad, nunca estudiamos a profundidad en el pregrado debido al des-privilegio académico al que se ha sumido a Freud por la carencia del método científico con la que llegaba a sus conclusiones, nunca se me ocurrió relacionar la sexualidad con la muerte. El curso trató sobre todo de la sexualidad en la población anciana y del cómo esta no desaparece al sumar cada vez más años a la vida, sino que se transforma. La cercanía de la muerte no elimina de ninguna manera nuestra sexualidad entendida no como el acto de tener relaciones sexuales, sino de sentir placer incluso con el simple tacto. No obstante, la sociedad tiende a considerar a los ancianos y ancianas como seres asexuales, por lo que se los margina del mundo del placer y, por pura influencia social, ellos mismos tienden a decir que ya no están para esas “cosas”. Tal vez la melancolía, de vez en cuando convertida en amargura, y la mirada cansina que muchas veces los caracteriza no se da únicamente por la cercanía del final, sino por la ausencia de aquello que los llenó tanto de vida en un pasado. Hay decires populares que sugieren que la amargura de una persona se explica por la falta de sexo y hay algo de razón en ello aunque esa no sea la única causa, pues ¿qué queda cuando una persona es privada de todo placer?
Estudiar la sexualidad en la población mayor me hizo regresar a Freud y a las pulsiones del eros y del tánatos. La primera es la de la vida, la sexualidad y el placer. La segunda es el deseo inconsciente de regresar a nuestro estado de materia inerte y nuestra experiencia en el mundo se define por la relación entre las dos. No tenía dudas, en ese momento, de la importancia de la muerte para explicar la vida y su miseria (tan arraigada estaba la idea pascaliana en mí), aunque de ninguna manera la reduciría a ser un deseo inconsciente de morir. Pero nunca había considerado que el eros pudiera ser otro de los pilares fundamentales de la existencia, que yo no generalizaría hasta el punto de decir que es la pulsión que representa la vida (pues el punto de esta reflexión es ver cómo la vida se representa también en la muerte) y tampoco lo reduciría a la sexualidad, por los límites de la misma y los moralismo (y mojigatería) que la rodean. Prefiero pensar en el eros como en la búsqueda del placer.
En efecto, más allá de que el ser humano sea, como el resto de los animales, un ser sexual, nuestras sociedades están construidas para facilitar la consecución del placer de una manera u otra mediante la sexualización, la venta de alcohol, las ofertas de nuestros platillos favoritos, los carnavales, las fiestas y, en general, el consumo de todo lo que esté destinado a hacernos pasar un buen rato. Por ello, llegué a la conclusión de que las sociedades no solo encuentran su razón de ser en aliviar la angustia que nos provoca la muerte, sino en ofrecernos una diversidad de placeres cuya función es la de darle contenido a la vida y la de perpetuarse a sí mismas al aumentar el número de individuos que las componen y al hacerlos sentir bien para fortalecer la cohesión social.
No obstante, muchos de estos placeres podrían ser considerados, en términos pascalianos, como vanos, pues nos distraen de nuestra propia mortalidad incluso si, muchas veces, ellos mismos son la causa de muertes prematuras. Es decir que mediante el placer también se logra dar alivio a la angustia provocada por la muerte aunque este sea superficial y vano debido a que nos invita a evitarla y no a aceptarla.
Me figuraría estos dos pilares como contiguos, sosteniendo el techo de la existencia, el de la muerte suministrando angustia, y el del placer ramificándose hacia el de la muerte y cubriéndolo con todo aquello que alivie, de manera efectiva o fallida, esa angustia.
Sin embargo, ese mismo curso junto con el de antropología y el de espiritualidad y muerte fueron insistentes en explicar el debate entre esencialismo y construccionismo, lo que me hizo notar que mi visión de la muerte era esencialista y me hizo preguntar si la muerte misma no sería una construcción social al igual que los mitos que genera.
La muerte como construcción social
El debate entre esencialismo y constructivismo es bastante sencillo de entender, aunque no de resolver. Por un lado, los esencialistas proponen que hay una naturaleza de las cosas, que el ser humano es como es por su esencia y esa esencia proviene ya sea de la misma biología o por la voluntad de un ser supremo. Por otro lado, los constructivistas proponen que los fenómenos humanos son construcciones sociales pues son producidos por influencias sociales y sus significados dependen del punto de vista de la sociedad desde la que se los mire. Para dar un ejemplo, decir que el ser humano es bueno o malo por naturaleza es una idea esencialista, mientras que afirmar que es la sociedad la que lo hace bueno o malo es una idea constructivista, y concluir que el ser humano nace bueno pero es la sociedad la que lo corrompe es un intento, a mi parecer fallido, de reconciliar ambas partes. No voy a tratar de resolver un debate que hasta el día de hoy sigue teniendo vigencia, pero este debate me hizo cuestionar acerca de mis preceptos. Toda mi reflexión nació de la idea pascaliana (y esencialista) de que el ser humano es miserable por naturaleza y ello me llevó a seguir por la misma línea esencialista al proponer que la condición humana tenía sus pilares, siendo fundamental el de la muerte. Mis estudios posteriores se fundamentaron por esa misma idea y ya había llegado el momento de ponerla en tela de juicio.
En la primera parte de estas reflexiones mencioné la teoría del manejo del terror, que situaba el origen de la cultura en la angustia provocada por la muerte. Mis nuevos estudios me mostraron que otros pensadores como Malinowski, Louis-Vincent Thomas y Éric Volant, pensaron similar. La propuesta en sí misma era esencialista pues todo lo que sea sugerido como el origen de la cultura y, por ende, de las construcciones sociales, queda enmarcado dentro de lo natural, de la esencia. Si resultase que la angustia hacia la muerte fuese una construcción social, gran parte de mis reflexiones se derrumbarían, así que me pasé horas escribiendo un ensayo para responder a la pregunta de si la angustia ante muerte es el origen de la cultura o no es más que otra construcción social y, para responder a ella pensé que lo más sencillo sería hacer un análisis histórico.
Ahora, no copiaré y pegaré el ensayo por cuestiones de extensión, así que solo haré un pequeño resumen.
Dicho análisis histórico habría sido absurdo si quisiera buscar qué fue primero en la historia de la humanidad, la angustia ante la muerte o la cultura, pues, ¿cómo demonios saber cuándo empezó la angustia? Así que lo perentorio era profundizar más en la angustia, pues no es la muerte, en sí misma, la que la genera. Revisé, de nuevo, las diferentes teorías que hablan de esta angustia y resultó que todas tenían como punto en común que la angustia no era ante la muerte como tal, sino ante nuestra propia consciencia de la muerte. Ello facilitaba un poco el camino, pues ahora era cuestión de responder si primero había sido la consciencia o la cultura. Sin embargo, los límites del conocimiento humanos y de los métodos imposibilita concluir de forma directa en qué lugar de la línea del tiempo se sitúa la adquisición de la consciencia, por lo que en vez de encontrar aquel punto, lo que diversos investigadores hicieron fue inferirlo de acuerdo a la evolución de otros fenómenos humanos mucho más sencillos de ubicar en nuestra historia por los rastros que hemos ido dejando desde hace decenas de años en el mundo. Al leer a esos investigadores pude encontrar esta breve historia de las sociedades, las culturas y la consciencia.
En un principio los homínidos empezaron a crear pequeñas sociedades rudimentarias y desprovistas de cultura con el fin de evitar o hacer frente a los depredadores y para facilitar la reproducción. Estos grupos se comunicaban a través de gestos y de señas. Esta comunicación implica que había un cierto reconocimiento del otro, es decir que con estas pequeñas sociedades ya había una especie de conciencia del otro y, por lo tanto, de su aniquilación por parte de depredadores o del tiempo. Ya estaba presente el miedo. Ante el crecimiento de estas sociedades tuvo que generarse un tipo de comunicación más eficaz y, de ahí que haya empezado a formarse el lenguaje oral. Con él empezaron a surgir narraciones orales capaces de producir historias y una comprensión cultural común, es decir que fue el inicio, también, de la cultura. Luego, este lenguaje oral permitió el desarrollo cognitivo para que el interlocutor no fuera únicamente un otro, sino uno mismo también. Empezamos a escuchar la voz en nuestra cabeza y hacernos preguntas acerca del mundo y de nosotros mismos. El inicio de la consciencia propia. Ya éramos conscientes de la aniquilación, de lo que sucedería si un depredador nos atrapa, pero nunca habíamos llegado a preguntarnos que pasaría con esa voz en la cabeza luego de la aniquilación, qué pasaría con nosotros mismos y fue el inicio de la angustia. Por ende, la consciencia de la finitud y su angustia generada fueron un efecto secundario de la adquisición del lenguaje y sería un error situar en ellas el origen de la cultura.
Dirán ustedes que cometí un error, pues fue por la angustia ante la muerte que los homínidos empezaron a conformar sus grupos para evitar a los depredadores, pero si todavía no existía la consciencia propia como tal, no podían tener la experiencia emocional de la muerte. Ellos no escapaban de la muerte, sino de la aniquilación empujados por el instinto primitivo de supervivencia. Si pienso en los animales de hoy en día, todos tienen sus estrategias para evitar la aniquilación y, no por ello, podemos otorgarles la consciencia de la muerte. De lo que ellos huyen es del dolor, pues esto es lo que sienten cuando son cazados.
La consciencia que tenemos de la muerte es, entonces, una construcción social, que nos ha, a su vez, hecho moldear, mediante las historias narradas convertidas en mitos creacionistas, las sociedades para evitar la angustia que la muerte nos provoca, más no es, de ninguna manera el origen mismo de la cultura.
El segundo plano
La conclusión de ese ensayo me dejó como enseñanzas, por un lado, que no, la muerte no es el pilar más importante de la existencia, pero ello no quiere decir que no sea, junto al placer, uno de esos pilares, y, por otro lado, que antes de intentar descubrir el misterio sobre algún tema, lo primero que debemos hacer es cuestionarnos de todo aquello que tenga que ver con ese tema y que damos por sentado. Por ejemplo, regresando a Pascal, que fue el origen de mis reflexiones sobre la muerte, mi mente melancólica y adolescente no fue capaz de, en vez de intentar resolver cuál era el escape de la miseria natural del ser humano, cuestionarse sobre el porqué y la verosimilitud de esa miseria. ¿Es, realmente, miserable el ser humano por naturaleza? (Esa sería una buena pregunta para otra reflexión). Me di cuenta de que aquella falla de cuestionamiento, esa obsesión con la miseria, me hizo querer conducir mis reflexiones hacia un punto predispuesto en vez dejarme llevar por ellas para descubrir otro punto. Usé la razón para racionalizar algo que, en realidad, no sé si puede tener un soporte argumental y ahora comprendo que toda predisposición y prejuicio deben quedar de lado si lo que queremos es conocer.
Ahora, siguiendo la idea de cuestionarnos aquello de lo que creemos tener certeza, toda mi vida he estado convencido de que la condición humana está sostenida por unos pilares, un esqueleto existencial que es el mismo en todos y todas y que se recubre por todo aquello que nos hace diferentes, y cada hueso que lo compone es un pilar. Pensé que la columna vertebral sería la muerte, pero no, me di cuenta de que es, en realidad, la consciencia, incluso si ella no nos ha acompañado desde siempre, sino desde que adquirimos el lenguaje. De estar convencido de ello, me imaginaría que la evolución de nuestra especie se asemeja a la de un cigoto que pasa a ser un embrión, luego un feto y un bebé. En un principio éramos ese cigoto, hasta que empezamos a vivir en sociedades rudimentarias y nos convertimos en embriones. El desarrollo de la consciencia equivale al de la columna vertebral en el embrión, y las costillas que se forman de ella son el placer, la angustia ante la muerte, el amor, tal vez, y todos aquellos pilares secundarios que existen únicamente gracias a la consciencia. Claro, así me lo imaginaría, pero, ¿por qué pensar que la condición humana se forma por ese esqueleto? ¿No serían ese esqueleto y esos pilares creaciones ficticias cuya finalidad es la de ayudarnos a intentar comprender lo que, a simple vista, parece incomprensible como lo es la condición humana? No lo sé y, sin embargo, hacia allí es que deberían dirigirse mis reflexiones siguientes.
Todo esto no significa que la muerte haya sido lanzada a un segundo plano, pues aunque ella no explica el porqué de la cultura ni de nuestra condición, sí tiene una gran influencia en la dirección que cada sociedad ha tomado para perpetuarse en el mundo y para afrontar la finitud de cada uno de los individuos que las componen. Y aunque ya no se trate de encontrar la respuesta de cómo superar la miseria del ser humano, pues aquella pregunta acerca de esa tal miseria no se ha respondido, sí se trata de armar y comprender la estructura de la existencia.
Reflexiones finales
Muchas personas que me preguntan sobre qué es exactamente estudiar la muerte, piensan que es un estudio metafísico sobre el más allá, sobre lo que ocurre después de que morimos, pues es con eso con lo que relacionamos la muerte. Y, aunque el más allá sea un tema sobre el que podemos durar horas discutiendo en una noche de cervezas (muchas veces solo el alcohol nos anima a discutir de esos temas), pienso que su campo no es otro que el de la ficción, el del mito y, sí, el de la religión, pues no hay nada que nos indique, con pruebas fehacientes, qué pueda haber en ese más allá si es que existe. No, la muerte, como lo acaban de leer, pienso que tiene que ver es con el más acá, con la manera cómo experimentamos nuestro paso por el mundo y lo que he explicado acá no es más que mi interpretación y puede que esta sea muy diferente a lo que ustedes piensen.
Varios temas quedaron faltando, como el de la muerte óntica y la ontológica, el de la inmortalidad, el de cuándo empezamos a morir, el del apego y el aferramiento a la vida, el de la pérdida. La muerte no puede ser un tema secundario de algunas asignaturas universitarias, ni tampoco un tema más tocado por la ficción que por la academia. Por eso las y los invito a pensar la muerte, a hacerla tangible, a deconstruir los preceptos que tengan de ella y a volverlos a construir. Yo, por mi parte, seguiré pensándola aunque ya no como un todo, sino como solo una parte de algo mucho más grande y, quién sabe, tal vez en un futuro llegue a conclusiones totalmente diferentes a las que les he presentado acá, pues el conocimiento no es más que preguntas que nos hacen llegar a respuestas que generan nuevas preguntas cuyas respuestas desvirtúan por completo las preguntas iniciales, como caminar por el borde de un círculo plano.
Sin embargo, la muerte está en todo y todos los días. Hay que mirar no más cómo el francés que tenías tuvo que morir para darle paso al "Quebecois". Algo de él murió.