Emprendimos el viaje a Europa con la gran ilusión de que venías en camino. Era tu primer viaje y, aunque no lo recordarías, mamá y yo te contaríamos que, en Bélgica, recorrimos las pintorescas calles de Brujas, con sus casas renacentistas y sus iglesias de un gótico de centenares de inviernos y primaveras. Nos recibieron sus festivales con canciones típicas de la región y en idioma neerlandés, una de las muestras culturales más claras de la división que ha separado por siglos su sur y su norte, Valonia y Flandes, y cuya sonoridad, que parece un alemán desprovisto de agresividad en su acento, me hizo desear volver en un futuro o viajar a Países Bajos, solo para escucharlo de nuevo. Pero más allá del idioma, de los colores de las fachadas, de las calles empedradas y de la marca histórica de cada una de sus rocas, nuestra curiosidad desbordante de adentrarnos hasta en las calles más angostas y oscuras nos llevó a una exposición de, hasta ese entonces desconocido para nosotros, David de Graef que me dejó el mejor recuerdo de esa zona. En la casa del pintor, su taller de arte y su exhibición, las pinturas llenas de luz y de sombras nos presentan la inocencia humana frente a las tragedias y el sufrimiento que las mismas sociedades producen. Los dolores de las guerras y lo horrenda que, para algunas personas, puede llegar a ser la vida bajo las composiciones poéticas y los trazos pulcros del artista. No fue la historia lo que más alimentó nuestros pasos de la ciudad, sino aquel recuerdo de los múltiples presentes vividos lejos de las barreras del mero turismo.
Luego te diríamos que pasamos por Gante, una pequeña ciudad estudiantil cuyo casco histórico, muy al estilo de Brujas, conserva su estilo gótico y medieval, y cuyas catedrales y castillos se alzan imponentes e imposibles para quienes crecimos en países en donde las herencias culturales y arquitectónicas milenarias fueron destruidas varios siglos atrás. Recorrimos sus canales, tal vez hayas sentido el ondular del agua bajo la carcasa del bote, y no esperábamos que, además de la historia, otra particularidad de Gante fuera la cantidad de bicicletas que son arrojadas anualmente en los canales. Hay quienes tienen como trabajo recuperarlas y vender sus materiales y, como si no fuera suficiente, la misma ciudad, una vez al año recupera al menos seiscientas bicicletas, oxidadas, acabadas, inútiles. El guía del bote nos comentó que las personas las lanzan al canal luego de alquilarlas para no pagar lo que deberían por ellas, razón que todavía nos genera dudas a tu mami y a mi pues, en nuestro imaginario, el alquiler debería pagarse antes y no después. En todo caso, ello me hizo pensar que cuando se rescata a alguien del olvido, se le disecciona y se le saca lo único que puede tener utilidad para el tiempo en que se le recuerda, el resto de su ser es fútil y, por ende, desechado, al igual que sucede con esas bicicletas.
Al terminar con Gante, te relataríamos nuestro viaje por Bruselas, ciudad con un significado especial para papá pues aprendí a caminar y a hablar ahí. Por el trabajo de tu abuelo vivimos dos años en esa ciudad y, aunque no la recuerdo más que en fotos y por las narraciones maternas de que ese niño de pelo mono, largo y lacio era yo, quería caminar por las calles por las que corrí, jugué y lloré hace ya unos treinta años. A mi memoria no llegaron imágenes de la “Grande Place” que es tan grande como cualquier plaza de pueblo colombiano, pero que está rodeada por edificios con el estilo gótico al que ya nos tenían acostumbrados las ciudades anteriores. Tampoco recordaba para nada la íntima relación de la ciudad con la orina, no solo por la cantidad de orinales públicos que, por ser al aire libre, solo pueden ser utilizados por hombres, sino, también, debido a que tres de sus atracciones más turísticas son el niño, la niña y el perro que orinan. Otra atracción, que nada tiene que ver con la orina, es el Atomium, una estructura de metal de cien metros de altura que fue construida para la gran exposición universal de 1958 y que, como su nombre lo sugiere, tiene forma de átomo. De haberte tenido en nuestros brazos en ese momento, habríamos ido hasta su última esfera, para que desde ahí pudieras vislumbrar la ciudad en la que tu papá empezó a experimentar el mundo.
En ese momento, culminamos una etapa del viaje que no representaba su objetivo principal y que fue tan solo una pequeña introducción al reencuentro planeado.
Salimos de Bélgica y llegamos a París en un momento en el que no era buena idea visitar la ciudad pues los juegos olímpicos iban a iniciar, los tiquetes del transporte común duplicaron su precio y el centro de la ciudad parecía una gran prisión. Pero la idea no era recorrer una ciudad que tu mami y yo ya conocíamos por viajes anteriores en tiempos en los que todavía no éramos un nosotros, sino la de volver a ver, luego de casi siete años, a tu abuelo, a tus tías, a tus primitas, y para que tu mami conociera a cada una de estas personas.
El encuentro fue conmovedor. Abracé fuerte a tus tías, me presenté ante tus primitas y tu abuelo, cuyos ojos no me reconocieron al principio, denotaron una sorpresa seguida de la nostalgia de ver que su hijo ya no era más ese niño con el que él recorrió las calles parisinas varias décadas en el pasado. Ese primer día que nos vimos les contamos de tu llegada y la felicidad de cada uno de ellos no se hizo esperar. A pesar de que era la primera vez que tu abuelo veía a tu mami, la miró con amor profundo y la abrazó diciéndole que ahora todos debíamos cuidarla como dentro de un cascaroncito.
Tu abuelo tuvo que repartir su tiempo entre nosotros y sus responsabilidades. Él tiene un trabajo muy importante, entonces debía participar en eventos, hablar con sus asesores desde que se tomaba el primer café de la mañana, ser llevado de un lado a otro de la ciudad para regresar a media noche e intentar encontrar un momento de calma y de paz bajo el manto nocturno de una ciudad que nunca duerme y con un empleo que le exige más que a cualquiera que no tenga sus responsabilidades. Sin embargo, en el tiempo que duró rodeado de casi todos sus hijos y de sus nietas, vi en él una felicidad que llevaba mucho sin ver. Su cargo se desmoronó frente a nosotros para dejar entrever al padre y al abuelo, con sus chistes malos y su cariño incondicional. Y tus tías, no te imaginas cuán maravillosas son. Despreocupadas y alegres a pesar de que lidian con los problemas típicos de sus edades, sazonados con las facilidades y las dificultades del contexto de cada una. Vi tristezas, alegrías, preocupaciones, tranquilidades, anhelos, planes y, por suerte, no vi aquello que me causaba temor antes de encontrarlas y ello era un cambio en sus personalidades provocado por el trabajo de tu abuelo. Consideré la posibilidad de encontrarlas engreídas, odiosas, como si se vieran a sí mismas pertenecientes a una familia privilegiada casi que por norma histórica y biológica, como suele suceder en muchas de las familias de quienes logran llegar a donde llegó tu abuelo, como si la sangre entre sus venas no fuera del mismo rojo carmesí que recorre las de quienes no ven más que carencias en la vida. Pero esa posibilidad, por suerte, no se dio. Conservan esa sencillez y esa humildad que ya tenían siete años atrás y la consciencia de que no es un apellido o unos lazos sanguíneos los que hacen que una persona sobresalga y se vuelva especial para una sociedad, sino lo que construye con el propio esfuerzo de sus capacidades. No me reencontré con personas desconocidas, sino con las mismas de hace muchos años con la diferencia de sus propios crecimientos personales.
Pero cuando todos han tomado caminos separados por distancias para las que los kilómetros y el tiempo se vuelven uno solo, todo encuentro culmina en una nueva despida, y en el lapso de tan solo unos días me ganó la amargura de un momento en el que al “hasta luego” se le escapa la certidumbre por la posibilidad del “adiós” y queda siendo solo una esperanza. Espero volver a verlos sin la mediación de una pantalla y con la espontaneidad y la frescura del aquí y del ahora, y espero que cuando suceda no se hayan extinto sus sonrisas.
Luego de hablarte de tu familia, te narraría nuestro paso por Marsella, en donde nos quedamos con tu tía mayor y tus primitas. Aprovechamos para recorrer las calles medievales de muchos pueblos del sur de Francia de los cuales el que más me llamó la atención fue Sisteron, en cuyo castillo me adentré por todos los pasadizos que encontré para poder sentir en mis pisadas los siglos acumulados en sus rocas, antes testigos de tragedias y, hoy en día, solo de turistas aficionados al pasado. ¡Las historias que te habría contado sobre aquel lugar!, algunas fieles a los hechos históricos y, tal vez, otras maquilladas con fantasías para hacer más emocionantes mis relatos.
Además de este pequeño pueblo, guardo un recuerdo muy especial de otro igual de pequeño llamado Digne-les-Bains, pues ahí tuvo lugar un nuevo reencuentro y, esta vez, con dos amigos de mi infancia que no veía hace, también, casi siete años. La sorpresa que sentí por el extenso número de canas que cubría sus cabezas fue la misma que ellos sintieron ante mi calvicie y lo que más me reconfortó fue darme cuenta de que aquellos que éramos seguimos siendo los mismos a pesar del paso del tiempo transcurrido y de las alegrías y pesares que le dan su contenido. Tomamos algunas cervezas frente a un lago mientras hablábamos de ti y de nuestras vidas y pronto el calor veraniego del día dio paso a la frescura nocturna proveniente de los Alpes y llegó la amarga despedida decorada con la promesa insegura de un futuro reencuentro. Cuando una amistad perdura ante los años y el silencio es porque es auténtica, lo que otorga algún grado de certeza a esa promesa.
Cuando una nueva despedida tuvo lugar, aquella con tu tía y tus primitas, viajamos a Barcelona. Conocimos su historia al recorrer el centro antiguo, lleno de pequeñas calles y construcciones entre medievales y romanas que, hoy día, se miran con asombro, pero que hace cientos de años provocaron que Barcelona fuera una de las ciudades más golpeadas por la peste negra. Visitamos, también, las construcciones de Gaudí, de las que, como era de esperarse, la Sagrada Familia fue la más impresionante por la simbología contenida en cada una de sus curvas, en cada uno de sus materiales, en cada hendidura y en cada uno de los detalles que cubren sus columnas, sus techos, sus entradas y sus pisos. Ella es, sin lugar a dudas una de las maravillas arquitectónicas más magníficas, logra quitar suspiros y retrasar las percepciones. Espero que cuando esté terminada, a tu mami y a mí nos queden energías en los cuerpos para volver a recorrer sus amplios pasillos bañados por la luz de sus vitrales de colores infinitos. Pero mis ganas de conocer Barcelona no provenían de su arquitectura ni de su fama de ser una de las mejores ciudades del mundo. Quiero que sepas que Barcelona fue el bastión de la lucha contra la tiranía y el fascismo, una lucha en la que la libertad fue derrotada y España condenada a una dictadura de cuarenta años que sumió al país en la miseria y de la que hoy día, su sociedad todavía intenta recuperarse.
Su contrapartida fue Madrid, el centro del franquismo de ese entonces y, también, el último destino de nuestro viaje. Ahí, me encontré con tu primo en segundo grado, que salió de los barrios populares de Bucaramanga para iniciar una vida diferente en España y su historia no puede calificarse de otra manera sino de una superación que no ha llegado a término pero que va por buen camino. Tienes que saber, mi niña, que una de las principales características de nuestras sociedades es la gran desigualdad económica entre países y dentro de los países. Él no tuvo la suerte de nacer en una familia con una estabilidad económica, por lo que su juventud fue de carencias tanto de dinero, como afectivas y de oportunidades. Cuando ello sucede, los jóvenes toman las oportunidades que provee el barrio: pandillas, vicios, robos y violencia. Pero cuando tuvo entre sus brazos a alguien como tú, decidió que su vida necesitaba un propósito lejos del barrio y sus tragedias. Viajó a Madrid. Y pasó de dormir las primeras semanas en un parque a lograr, luego de un año, llevar a su familia a España y vivir en un buen lugar que ha conseguido por el esfuerzo de los duros trabajos que ha tenido que realizar. Su vida ya no es la del barrio, no, es la de un padre de familia que hace lo necesario para que sus hijos, pues ahora son dos, no sientan las carencias con las que él tuvo que crecer. Sus hijos cambiaron su vida, así como tú pudiste cambiar la mía.
Y es que pensé que la última despedida sería cuando vimos alejarse, por la ventanilla del avión al que se le conoce como el viejo continente, la cuna de la civilización, dirían algunos, el lugar de las sociedades más avanzadas dirían otros, hogar de los saqueadores de América, África y gran parte de Asia, se escucha también, la cuna de la barbarie y de las mayores tragedias vividas por la humanidad, el continente envuelto por el encanto agridulce de su propia historia.
Pero estaba equivocado.
No sería aquella la última despedida, pues esta sucedió tan solo unos días después de nuestro regreso a Montreal, cuando en una ecografía programada desde antes del viaje nos dimos cuenta de que tu corazón ya no latía. El viaje quedó olvidado y la quietud de tu corazón y el silencio de tus latidos dejaron en nuestra boca y en nuestra alma el sabor a vida insípida y la imagen destrozada del futuro que nos imaginamos a tu lado, una sensación de vacío absoluto del que hasta ahora nos empezamos a recuperar y poder escribir estas palabras son prueba de ello.
No pudimos ver tu sonrisa ni el color de tus ojos, ojalá la primera la de tu mami y la segunda el de los míos. Nunca sabremos a quién te habrías parecido más y tu nombre quedó tan solo en negociaciones. En el fondo sentíamos que ibas a ser niña y por eso desde el otro lado de la pancita de tu mami tal vez me escuchaste llamarte Anastasia, pero mamá no quería ese nombre alegando que en el colegio te habrían hecho matoneo al llamarte Anestesia. Para mí, sin embargo, ese es el nombre de la mujer que nunca llegaste a ser y, Tristán, el nombre del hombre que nunca llegaste a ser en caso de que fueras un niño, nombre que a tu mami le sonaba a medicamento.
El temor de no reencontrarme con las personas que volví a ver en este viaje ya no es contigo incertidumbre sino certeza y, por ello, ya no es temor sino tristeza. De ti solo nos quedan las fotos de un par de ecografías en las que te pudimos observar y el video de una de ellas, el cual no tengo todavía las fuerzas para ver de nuevo, en el que tu corazón suena rápido y con fuerza, como con ganas de abrirse paso al mundo para cambiar por completo nuestras vidas. Pero dejó de latir a la octava semana y no nos dimos cuenta sino en la onceava. Fueron semanas en las que nos llenaste de alegría, nos diste un propósito y en las que te anhelamos con un amor que sentiremos por ti para toda la vida. Aunque ya no estés en camino, te amamos y te recordaremos siempre.
Nuestros brazos extrañan la ilusión de sentirte entre ellos. Nuestras noches extrañan el susto de los desvelos. Nuestros ojos se opacan ante el anhelo perdido del brillo que habrías puesto en ellos. Antes te amamos por la ilusión que generaste y ahora te amamos por el recuerdo que dejaste y no tenemos de otra más que seguir adelante con el deseo de que, aunque ya no seas tú, podamos vivir en el futuro lo que nos fue negado por razones que, tal vez, nunca encontraremos.
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