Escribí este cuento en el 2020 y representa una metáfora de lo que todos y todas hemos sufrido alguna vez y que no mencionaré para que la sorpresa se mantenga. Es otro cuento que me genera satisfacción, aunque no es esa sensación la que espero que ustedes sientan después de haberlo leido. Que lo disfruten.
Al pasar el cruce, siguió por el desolado camino sin saber muy bien a donde quería llegar ni si quería llegar a algún lugar. Sus pasos eran pesados y arrastrados, su respiración, agotada e indiferente, y su mirada, baja y vacía, indicaba que hace mucho le había dejado de importar lo que deparara el camino. Si era algo bueno no lo disfrutaría y si era algo malo solo se resignaría. Pero, de hecho, nunca se topaba con nada que pudiera considerarse como bueno, ni nada que pudiera ser considerado como malo, el camino siempre era el mismo, sin novedades pese a los cambios del entorno, y sus pasos, aunque con cada fragmento de tiempo se volvían más pesados y arrastrados, su respiración, más agotada e indiferente, y su mirada, más baja e igual de vacía, siempre eran los mismos. Avanzaba solo por inercia, aunque en raras ocasiones un sutil aroma a jazmín le hacía pensar en una meta olvidada que había sido la razón por la que había emprendido la marcha.
Caminó por un tiempo hasta que allá, a lo lejos, divisó una torre oscura incrustada en la piedra quebradiza de una montaña estéril. Después de ver solo camino, solo horizontes difusos y perdidos allá en la frontera entre el cielo gris y la tierra inerte, esa torre, aunque nada atractiva, aunque torcida, aunque asimétrica, se fue irguiendo primero como una desagradable, llamativa y mundana decoración en el paisaje, luego como la duda de si tal vez hacia ella llegaría el camino y, finalmente, como la promesa de que en ella encontraría aquello que buscaba y que había escapado por completo a su memoria.
Muchas veces pensaba en ello, intentaba descifrarlo para responder a la pregunta del para qué tener que transitar ese camino. Sabía que en algún momento había tenido la respuesta, pero ¿cómo había podido olvidarla? La conclusión a la que llegaba era sencilla: tal vez no era nada realmente importante y tal vez solo había emprendido la marcha por el impulso irracional de llegar a algo que al final no sería menos mundano que los efímeros paisajes que tampoco lograba ni intentaba recordar. Aunque ahí estaba esa torre, presionándolo para recordar su meta y mientras más se acercaba a ella, menos sutil se volvía ese olor a jazmín que en múltiples ocasiones había actuado como el guía incomprensible. Y entonces
sintió temor de que el camino doblara y se alejara de la torre.
Pero no lo hizo.
El camino llegaba a una puerta entreabierta tras la que se asomaba una luz agónica y amarillenta y que lo atraía con aquel olor a jazmín. Se acercó hasta que la puerta estuvo al alcance de sus manos, pero dudó un poco antes de atravesar el umbral. Aquel temor a lo desconocido, a lo que interrumpe con la realidad habitual, a lo que había tras la puerta le hizo pensar que, tal vez, lo mejor sería regresar hasta el cruce y tomar el otro camino, que seguramente lo llevaría hacia lo que ya estaba acostumbrado. A la nada. Miró el camino a sus espaldas, la desolación que lo resignaba y la belleza que no disfrutaba. Era consciente de que el devolverse sería seguir deambulando por la senda como un alma en pena que ignora por completo, y parece no interesarle, de qué manera puede salir de su letargo, pues el letargo ya es lo habitual, el letargo ya es lo que ella considera la normalidad. Y ello se le daba muy bien, pero muy en el fondo sabía que había una realidad mejor que su tedio pues en algún momento la vivió y para llegar a ella debía de dejar atrás ese camino. Así que con una mirada contemplativa y con un suspiro se despidió de él, deseó, triste, no volverlo a ver y entró en la torre.
Adentro, la tenue luz de unas velas sin forma dejaba entrever una cantidad incontable de sillas de madera, en su mayoría quebradas, unidas por telarañas abandonadas. También había una cobija empolvada tirada en el piso de piedra y una escalera en espiral que rodeaba todo el muro interno y se perdía en la oscuridad que se densificaba con la altura. Se acercó al primer escalón y en él centró su mirada. Sentía la tristeza de quien lee las últimas páginas de una novela y se da cuenta de que lo realmente enriquecedor no es el final sino todo lo que sucedió para llegar hasta ese punto, y la ansiedad de aquel que se da cuenta que el próximo paso será el inicio de la culminación de una larga travesía. Y, entonces, subió. Un paso y luego otro y otro.
Notó que la pared adyacente estaba decorada por retratos de sus primeros recuerdos, ese camino alegre, ingenuo e inocente que conforme él fue creciendo se volvió más sombrío sin importar cuánta luz lo iluminara. Mientras más avanzaba, más recientes se volvían los momentos de su vida y la nostalgia que en un principio sintió fue reemplazada por otra nostalgia, una inversa, pues no era una generada por las memorias de su pasado, sino por aquellas cosas que nunca logró experimentar ni convertir en momentos especiales de su vida. Recordó aquello que nunca pudo realizar, las personas con las que nunca pudo estar, aquellas a las que no logró amar, aquellas a las que nunca logró dejar de amar y aquella revelación de su pasado, junto al jazmín cada vez menos discreto, avivó aún más la esperanza de que al fin estuviera llegando a la meta tras la que se encontraba la promesa de un camino más pleno sobre el que andaría con pasos seguros de hacia dónde querían llegar, con la respiración serena y con la mirada al frente, maravillada con cada nueva experiencia aportada por la senda. Y así siguió, cada vez más animado pese a la nostalgia, cada vez más convencido de que ese sería su futuro. Solo debía subir las escaleras hasta la cima de la torre y seguir más allá si la cima no era el final. Pero allá, en donde las velas eran cada vez más acabadas y sus flamas cada vez más decaídas, un viento descendiente, silencioso pero fuerte lo empujó cual soplido sobre el polvo hasta el primero de los escalones y lo lanzó contra la pared. De qué valía la esperanza si siempre había sido la fuente de sus desilusiones.
Duró unos segundos para recomponerse del golpe y, a pesar del dolor, no dudó en volver a reiniciar la subida. Mientras lo hacía, notó que los retratos colgados a lo largo del muro ya no eran los mismos de antes, ya no eran los de los primeros años de su vida sino unos mucho más avanzados que lo fueron mostrando cada vez más viejo en momentos más recientes. Esta vez avanzaba con más precaución mientras intentaba descifrar de dónde provenía aquella violenta corriente que lo había hecho descender y empezar de nuevo. Pero, de nuevo, fue empujado hasta el inicio, aunque quedó con la sensación de haber avanzado un poco más y ello, de nuevo, reavivó esa esperanza. En los siguientes intentos contó los escalones y sí, era un hecho, cada vez lograba avanzar más. Primero los contó con la intención de descubrir si podía ir más allá. Luego, cuando tuvo la certeza de que así era, intentó encontrar patrones, y lo hizo. En un intento avanzaba tres escalones de más, luego dos y de nuevo dos para volver a subir tres de más de modo que cada tres intentos lograba ir siete escalones más lejos. Intentó incluso descifrar cuántos intentos le tomaría para llegar hasta la cima, pero la oscuridad nunca le permitió siquiera vislumbrarla. Ello no era razón para decepcionarse, pues el insignificante avance le hacía volver a iniciar convencido de que no importaría cuántos intentos le tomaría, tarde o temprano podría llegar hasta la ansiada cima. Y a pesar de las frustraciones, de los golpes, del dolor, no dejó de intentarlo hasta que el daño fue tal que no pudo subir otra vez el primer escalón. En ese momento resolvió que lo mejor sería descansar y recomponerse un poco del daño recibido. Tomó la cobija y se sentó contra la pared envolviéndose en la lana empolvada y ahí se quedó por un rato.
Su mirada permaneció fija en la escalera hasta que sus recuerdos desvanecieron por completo aquello que observaba y le hicieron ver solo el vacío de aquello en lo que sus ojos se centraban. Pensó en su familia, pensó en sus amigos y en los que habían dejado de serlo. Pensó en las personas amadas y en sus más grandes desilusiones. Pensó las personas que lo despreciaron, en las que le dieron fuerza, en las que solo lo desalentaron, solo lo desilusionaron, solo lo llenaron de expectativas para hacerlo estrellar contra la dura realidad de que nada de lo que anhelara iba a poder ser en su vida. Pensó en aquellas que más le hicieron daño, categoría en las que estaban esas por las que suspiró, pero, sobre todo, en la que estaba él mismo, el artífice conscientemente involuntario de su propia destrucción. Y cuando concluyó que el haber recibido el infame regalo de decidir lo había llevado por caminos que parecían ser solo las venas de su tedio y de su autodesprecio, volvió a centrar su mirada en el primer escalón y, extrañamente ya sin dolor alguno, subió de nuevo, cayó de nuevo y reinició aquel ciclo una y otra vez.
Pronto, los retratos solo mostraron sus ascensos y caídas por esa escalera, y al ver cada uno de sus fracasos, la idea de que nunca llegaría empezó a corroer todas las áreas de su mente y comenzó a percibir que la escalera no era más que otro trozo del camino que lo había llevado hasta la torre. En apariencia era diferente, pero la sentía idéntica a esa senda de la que se había despedido y aquel temor, aquella ansiedad, aquella esperanza generadas por la cercanía ineludible de la meta se desvanecieron lentamente como el humo de un cigarrillo bajo una noche de estrellas amargadas.
Tal vez esa era su meta, tal vez su meta no era meta alguna sino solo aquel ciclo en el que creía avanzar tal vez sin avanzar nada y caía con la ilusa esperanza de que al próximo intento seguiría llegando más lejos. Tal vez su camino lo había conducido a ese bucle y ese bucle ya era el final. No habría nada más, solo la repetición, el disco rayado en el que se había convertido su existir. Siempre pensando que las cosas mejorarían cuando el único destino posible era aquella distopía mental.
Ello lo corroboró cuando, de pronto, su conteo empezó a terminar siempre en el escalón número noventa y ocho. Al principio pensó que había cometido algún error al contar, tal vez había repetido un par de números sin notarlo o tal vez había avanzado de a dos escalones por paso en algún momento, pero no, no había error, simplemente no lograba avanzar del número noventa y ocho. Sin esperanzas, subió de nuevo convencido que ese sería el último intento pues debía romper el ciclo. Pero, como si fuera un cruel juego del cosmos o del destino, ningún viento le impidió avanzar. Su desconcierto fue tal que perdió por completo la cuenta y a medida que avanzaba pronto este fue reemplazado por un hormigueo en su estómago, que no llegó a su punto auge sino cuando arribó, incrédulo, hasta el último de los escalones. Se encontró a sí mismos en un descanso rodeado por la escalera descendiente, la caída y una pared. No había nada más. Pero no, ese no podía ser el final. Palpó cada una de las rocas que conformaban la pared intentando encontrar una abertura o algún mecanismo secreto para que el muro se abriera, pero no había nada. Miró hacia arriba y ahí estaba, una vieja escotilla que, seguramente, llevaría al techo. El aroma a jazmín era intenso y no pudo sino maldecir el retorno de la esperanza.
Sin dudarlo, levantó el brazo derecho y se irguió tanto como pudo para poder llegar hasta el pestillo, pero apenas pudo rozarlo con las yemas desolladas de sus dedos. Miró a su alrededor. No había nada que pudiera hacerlo llegar más alto. Así que resolvió quitarse su sucia y desteñida ropa, doblarla y pararse sobre ella. Ello le permitió lograr agarrar el pestillo, pero su fuerza era completamente insuficiente. Debía dedicar más energía a mantenerse en la punta de los pies sin perder el equilibrio que a darle fuerza a su brazo. Al fin estaba tan cerca de la cima, que la única solución que vio fue la de saltar y golpear la escotilla y, de nuevo, repetir y repetir y repetir hasta zafarla, hasta dañarla, hasta hacer ceder los tornillos o lo que fuera que la mantuviera incrustada en el techo. Entonces saltó una y otra vez, primero vapuleándola con los nudillos y luego, cuando estos ya estaban hinchados y sangrientos, con la palma de su mano. Pero el resultado era el mismo. La idea de bajar y tomar alguna silla para que pudiera pararse sobre ella y llegar más alto le parecía absurda ya que lo más seguro era que el viento no le permitiría volver a llegar hasta arriba. Además, no quería dejar de sentir el aroma, quería bañarse en él tanto como pudiera y por ello alejarse no era una opción. Así que, desnudo, se recostó contra la pared y se dejó caer en el piso. Y apenas empezaba su lamento resignado cuando algo sonó del otro lado de la escotilla. Volvió a levantarse, saltó y lanzó otro golpe y, esta vez, la escotilla empezó a rechinar y a desempolvarse. Alguien la abría desde el otro lado.
Primero, vio cómo el polvo acumulado entre las comisuras de la escotilla caía. Tuvo que cubrirse los ojos y mirar hacia cualquier otro lugar que no fuera el techo. Al hacerlo notó que la agónica luz de las velas moribundas se avivaba con una que alcanzaba a entrar por el espacio cada vez más entreabierto de aquel acceso. Y de pronto, junto al ansiado aroma, lo cubrió una luz tan extraña como aquello que se olvida hace mucho y que se vuelve a vivir como si fuera la primera vez. Miró hacia arriba, pero sus ojos, acostumbrados a la sombra sin importar cuánta luz hubiera, no pudieron observar nada. Aquella luz los penetraba y los enceguecía. Desesperado, intentó abrirlos una y otra vez, pero la luz era tal, la belleza era tal, que parecía que no merecía verla y que solo ciego tendría que intentar subir. Pero oyó una voz. “Tranquilo, ciérralos y espera a que se acostumbren un poco”. ¿De quién era? Era suave, alegre y comprensiva. ¿De quién era? Su tono era de consuelo, de aliento, de empatía absoluta. ¿De quién era? Era como la promesa al fin cumplida de que todo estaría bien. ¿No sería de…? Sus latidos empezaron a golpear sus costillas con mucha más fuerza y una nostalgia incomprensible invadió sus emociones junto al miedo que le provocaba el pensar que sí, esa voz era conocida, esa voz era de alguien que en su vida había sido la mayor fuente de sus maravillas y temió que, tal vez, todo fuera mentira. Tras unos segundos de petrificación volvió a mirar hacia arriba y la vio ahí, rodeada de luz, con aquella sonrisa que podía alegrar hasta al corazón más ensombrecido, hasta a su propio corazón, con el brazo estirado en signo de que ella lo ayudaría a subir, y con su aroma a jazmín, el que siempre había tenido y el que él siempre había anhelado después de que la distancia se hubiera impuesto como la única opción posible. Era ella, era ella. A su lado había sido todo tan hermoso que cuando se perdieron mutuamente algo en su interior reprimió todos los recuerdos y le hizo olvidarla para que el dolor pudiera quedarse encapsulado en la omisión de tal belleza. Y recordó que era ella a la que quería llegar, era ella su meta olvidada, era ella por quien emprendió aquel camino. Todo había sido por ella, y cuando levantó el brazo para sujetarse del que lo invitaba, ella lo tomó con fuerza y lo alzó solo para mirarlo sonriente, comprensiva, hermosa, decirle “sé paciente”, dejarlo caer y soplar. Un viento helado y fuerte atravesó la abertura y lo empujó con ímpetu haciéndolo retroceder y maldecir. Vio cómo la luz se extinguía al ritmo del rechinar de la escotilla que se cerraba y, rebotando por la escalera, fue a parar, de nuevo, hasta el inicio.
Se quedó ahí, lamentándose, pataleando, golpeando la piedra con sus manos, sus talones, su cadera y su cabeza. Le dolía el cuerpo, tenía raspaduras por toda su piel, un tobillo torcido, una herida en la cabeza y sentía un fuerte dolor en el tronco como si se hubiera roto unas cuantas costillas. Pero nada de ello se comparaba al dolor que lo agobiaba desde el centro mismo de su ser. Había llegado al fin, pero su misma meta era la que le impedía llegar hasta ella. Sí, aquella meta era lo que más anhelaba y lo que lo condenaba a la completa frustración que no le dejaba suavizar el dolor emocional con el dolor de su propio cuerpo.
Después de un rato, cuando ya no tuvo más energías para desahogarse, en vez de resignarse, empezó a pensar, tal vez con sabiduría, tal vez con terquedad, en aquello de ser paciente. Quería en la superficie que no fuera eso lo que ella le hubiera dicho, quería simplemente sentirse con la libertad necesaria para retornar hasta el cruce y seguir el otro camino. Pero muy en el fondo sabía que esas habían sido sus palabras. Muy en el fondo quería sentir esa ilusión. Muy en el fondo tenía la certeza de que, incluso si ella no hubiera pronunciado palabra alguna, el simple hecho de saber que en la cima ella se encontraba era suficiente para que él se quedara esperando el momento oportuno para volver a emprender la subida.
Trató de recomponerse y se cubrió con la cobija para evitar el frío que sentía su desnudo cuerpo. De nuevo todo dolor físico se fue en un rato como si fuera esa tela carcomida por el tiempo y la suciedad la que lo sanara, y en vez de recomenzar decidió permanecer ahí un rato, y luego otro y otro. Y pasaron minutos que tal vez no fueron minutos sino horas. Y pasaron horas que tal vez no fueron horas sino días. Y pasaron días que tal vez no fueron días sino semanas o, tal vez, meses o, tal vez, años. Y pasaron años que tal vez no fueron años sino segundos percibidos como eternos. Y en todo ese tiempo o ese no-tiempo, él no hizo más que alimentar el anhelo recordando los momentos que pasó al lado de ella pese que nunca pudieron estar realmente juntos. La imposibilidad la había impregnado en lo más profundo de su ser y puede que a él en el de ella, y esa misma imposibilidad era la que mantenía viva esa esperanza bajo la forma de aquel fatídico aroma a jazmín. Y cuando por fin sintió que ya era hora de volver a subir, aún cubierto con la cobija, agarró una silla enclenque de madera, la que pensó estaba en mejores condiciones, se acercó al primer escalón, miró hacia arriba, suspiró y subió. Ya los retratos no eran más retratos, sino espejos que atestiguaban su ascenso y ya no valía de nada contar los escalones.
Con cada escalón la añoraba un poco más. Con cada escalón se convencía cada vez más de que ese sería el último intento pues llegaría hasta la escotilla y no habría viento alguno para detenerlo ni para lanzarlo escalera abajo. Estaba seguro de que al fin podría ingresar al otro lado, había sido paciente, muy paciente. Y subía, escalón por escalón, cubriéndose con la cobija, arrastrando la silla y encontrando fuerzas en los recuerdos hasta que llegó al descanso de arriba. Acomodó la silla, se paró en ella con temor de perder el equilibrio o de que las patas de madera cedieran y cuando miró al techo, lleno de expectativa y de ilusión sintió un fuerte estruendo al ver un recubrimiento de piedra ahí en donde se encontraba la escotilla.
Mierda.
Cerró los ojos y contó hasta tres solo para volver a abrirlos y ver que ahí seguía el recubrimiento. Bajó la mirada, volvió a cerrarlos y esta vez contó hasta diez con labios temblorosos y cuando volvió a mirar nada había cambiado. Volvió a cerrar los ojos y, esta vez, sin poder contar por aquella angustia en su garganta, solo golpeó el techo con las palmas de sus manos y siguió golpeando con frenesí mientras que apretaba los dientes y sentía la asfixia que aquella angustia le generaba. La silla se rompió y él cayó de rodillas en el piso. Sin levantarse, apoyado sobre sus codos y con la mirada fija en la madera quebrada, gritó el nombre de ella, o creyó gritarlo, y cuando no hubo respuesta solo gritó con toda la ira acumulada que no había podido dejar salir desde hacía mucho tiempo. Un grito que duró tal vez cinco o diez segundos seguido por otro de mayor intensidad con el que sintió incluso sus órganos salir vomitados de su interior. Exhausto se dejó caer y pasado un rato empezó a reírse con llanto de su desgracia. Nunca había creído en el destino, pero si este existía lo había convertido en un completo bufón, le había hecho verse como ganador pese a las penas y la verdad es que ser el perdedor siempre había sido su condición predeterminada. Una jugada cruel, aunque inteligente para entretener a cualquier inteligencia testigo de su fracaso. Y la única respuesta posible ante tal obra maestra de la antipatía y del júbilo por el sufrimiento ajeno era la de reírse y la de llorar. Pero más que sentirse como el títere trágico de una comedia para dioses inexistentes, pensó en que su gran error fue el de haberle dado a ella la gran responsabilidad de ser su meta. Y, resignado, sin motivación se levantó, pateó la silla haciéndola caer por el borde del descanso, tomó sus ropas y bajó hasta el primer piso. Se vistió, dejó la cobija tirada para que hiciera más cálido el engaño de cualquier otra persona que llegara hasta ahí y salió para dejarse morir en algún punto del camino. Miró una última vez la torre incrustada en la montaña y se fue.
Triste, solo podía pensar en que la amargura era todo ese amor que no había podido ser entregado a la persona amada, ese amor que al no cumplir con la función deseada se pudría en su interior. Y pensar en la amargura como un amor descompuesto le hizo odiarla a ella un poco, pero amarla mucho más. Y avanzó con la última imagen que ella pudo regalarle: esa sonrisa, ese brazo estirado, esa suave voz, ese cabello negro enmarcando su hermoso rostro. Así siempre fue ella, hermosa, dispuesta a ayudarlo, dispuesta a sonreír en todo momento, dispuesta a alegrar hasta sus días más tediosos y dispuesta a dejarlo caer y tal vez sentir, o no, remordimiento al hacerlo. Pero de pronto en la imagen que tenía de ella el cabello dejó de ser negro, pasó a ser castaño y las facciones de su rostro cambiaron. De pronto ella ya no estiraba el brazo y su voz ahora era de una suavidad distinta. De pronto tenía unas gafas que combinaban con su cabello rubio que se fue volviendo rojo a medida que esa sonrisa difuminaba y que los pasos seguían su pesado y arrastrado andar. De pronto ya no había voz alguna, y el brazo ya no era brazo sino una nada. De pronto solo recordaba un rostro que era el de ella pero que no era exactamente el de ella. De pronto supo que ella era a quien quería llegar ya que hace mucho la había perdido, pero no lograba ni visualizarla ni recordar ninguno de los momentos que pasaron juntos. De pronto ella ya no fue más ella y se convirtió en nadie, así como su meta se convirtió solo en la sensación de que debía llegar a algún lugar. De pronto, su cámara mental solo podía ver un plano general de la torre que empezó a deconstruirse mientras que la montaña sobre la que estaba incrustada se aplanaba. Y la pérdida de cada una de las piedras que la componían fue dejando expuesta una escalera en espiral que se volvió una rampla angosta sostenida en el aire como por arte de magia. Y esta rampla empezó a enderezarse y a perder su inclinación y, pronto, fue sobrepuesta en la aplanada montaña para conformar un camino que se perdía en el horizonte.
Y ahora, él solo caminaba sintiendo que, desde hacía horas, o días, o meses regaba su energía por ese mismo camino para alimentar su cansancio, y con la sensación de que debía de llegar a algún lugar, aunque ignoraba la razón. Y cuando llegó al cruce no sabía qué camino tomar. Pensó que era la primera vez que arribaba hasta ese punto y en el fondo era consciente de que no importaba por dónde iría el camino siempre sería el mismo. Se paró en el centro del cruce y observó los tres caminos. Todos eran iguales, tanto que empezó a confundirlos hasta que no pudo recordar por cuál había llegado. Siempre detestó aquella sensación de ir en círculo y no aguantaba la idea de devolverse. Los observó con detenimiento para ir por el que menos tedio prometiera hasta que un ligero olor a jazmín se presentó por uno de los caminos, y fue por ese que decidió continuar. Era imposible, pensó, que se estuviera alejando de la fuente de ese aroma, así que era por ese sendero que debía continuar.
Entonces siguió por ese desolado camino sin saber muy bien a donde quería llegar ni si quería llegar a algún lugar. Sus pasos eran pesados y arrastrados, su respiración agotada e indiferente y su mirada, baja y vacía, indicaba que hace mucho le había dejado de importar lo que deparara el camino. Si era algo bueno no lo disfrutaría y si era algo malo solo se resignaría. Pero, de hecho, nunca se topaba con nada que pudiera considerarse como bueno, ni nada que pudiera ser considerado como malo, el camino siempre era el mismo, sin novedades pese a los cambios del entorno, y sus pasos, aunque con cada fragmento de tiempo se volvían más pesados y arrastrados, su respiración, más agotada e indiferente, y su mirada, más baja e igual de vacía, siempre eran los mismos.
Caminó por un tiempo hasta que allá, a lo lejos, divisó una torre oscura incrustada en la piedra quebradiza de una montaña estéril hacia la que el camino parecía dirigirse.
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